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El empobrecimiento de las obsesiones





¿Qué es lo que quiere, entonces, la gente? Por lo visto, no le interesa la idea de las cosas, sino que quiere las cosas mismas.
José Ortega y Gasset


En su libro ¿Para qué la acción?, cuyas páginas contribuyen a la comprensión de de nuestra conflictiva especie, Simone de Beauvoir sostiene que no se puede colmar al hombre. Como la tarea de construirse a uno mismo no concluye sino en el momento del deceso, nos encontraríamos ante varias alternativas, las que reflejan cuán generosa es la realidad humana. Teniendo, pues, diversas opciones que pueden ser escogidas mientras extenuamos los años en este mundo, cualquier limitación al respecto debería considerarse tan negativa cuanto antinatural. Lo normal pasaría por evitar ese reduccionismo, reivindicando la posibilidad de recorrer todos los caminos que se hallen a nuestro alcance. Nada tiene que justificar la exclusiva y perpetua concentración de los recursos personales en un solo cometido. Lo único que puede conseguirse al actuar así es un franco desaprovechamiento de las riquezas deparadas por la vida.
Desgraciadamente, por más alternativas que haya en diferentes campos donde actúan, muchos sujetos prefieren condenarse a la persecución de una sola meta. Para ellos, por distintos motivos, el sentido de su existencia está ligado a un tema, plan o aun razonamiento que no admitiría ninguna relajación. En otras palabras, son individuos que están dominados por algún tipo de obsesión, lo cual, como es sabido, no resulta siempre deseable. Con seguridad, si la entendemos como idea fija que es capaz de impulsarnos a perfeccionar nuestras obras, pueden hallarse aspectos positivos; empero, tiene asimismo sombras, incluso estremecedoras tinieblas. Más allá de mutilar al ser humano, fulminando potencialidades y propiciando una gris monotonía, están los problemas que pueden causarse a los semejantes. Como sucede con variados desequilibrios o manías, tenemos clases que podrían llevarnos a un escenario adverso para la convivencia.
La historia no requiere de gran esfuerzo para mostrarnos cómo el poder ha obsesionado exitosamente a cuantiosos mortales. En algunos casos, esto se asocia con dogmas que respaldarían su conquista, legitimando todo abuso para concretar ese objetivo. De este modo, se puede combinar el fanatismo ideológico con la persecución del mando, esa situación de privilegio que suele fascinar a quienes propenden al abuso. Aclaro que, en ocasiones, ni siquiera se necesita de una doctrina, sistema o razonamiento gracias al cual uno entienda el ejercicio de las funciones gubernamentales como un hecho razonable y apremiante. Es que la fabricación de argumentos en torno a ello no parece difícil, más aún cuando existen intelectuales renuentes al reconocimiento del límite marcado por la ética en el campo reflexivo. Son medios que facilitan el triunfo y la vigencia de regímenes en donde las perversidades no agobian a sus mandarines.
Si el enriquecimiento del individuo es posible merced a los diálogos y debates que realiza, cuando nos subyuga una idea, perdemos demasiado. En el siglo XIII, Tomás de Aquino acertó al decir: “Teme al hombre de un solo libro”. Subrayo que, aunque se trate de páginas sagradas, limitarnos a pregonarlas, pronunciando malidiciones contra quienes no comparten nuestra obsesión por una vida supuestamente impecable, puede provocar perjuicios. Nadie cuestiona que alguien formule juicios éticos, pronunciándose sobre cualesquier asuntos. El problema se presenta cuando la meta, el propósito que nos colma debe ser impuesto, sin reflexión de por medio, al prójimo. Pretenderíamos reducirlo hasta que sea el reflejo de nuestras obsesiones.

Nota pictórica. Cortando la pluma es una obra que pertenece a Adriaen van Ostade (1610-1685).

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