El humanismo no es
tanto una concepción del mundo como una valoración de la vida humana.
Mario Bunge
Cualquier
mirada que sea puesta en el pasado, esforzándose por entender sus virtudes e
insuficiencias, advertirá la existencia de varios cambios. Desde nuestra
irrupción en el mundo, no adoptamos una posición siempre pasiva frente a las
circunstancias que nos rodearon. Así, en las diferentes épocas, el ingenio de cuantiosas
personas permitió transformaciones favorables a quienes han conformado la
especie, incluso más allá del tiempo previsto inicialmente. No debe pensarse
que todos estos avatares se dieron en medio del mayor consenso. Sucede que, aun
cuando sea provechosa, una innovación como aquélla puede provocar oposiciones
de gran firmeza. El rechazo a las alteraciones que pueda sufrir una realidad
conocida, con la cual estemos bastante cómodos, ha sido también parte de
nuestra historia. Contamos, pues, con individuos que, amparados en argumentos tradicionales,
religiosos o hasta meros caprichos, reivindicaron la más rígida estabilidad.
Entre las ideas que ocasionaron cambios de indiscutible validez, cuyos
efectos pueden ser aún apreciados, tenemos el humanismo. Gracias a Giovanni Pico
della Mirandola, Erasmo y otros pensadores de la Edad Media, se cuenta con una
valoración positiva del hombre que ha sido fundamental para orientar nuestras
acciones. Sus principales postulados nos dejan sin alternativas: respetar la
dignidad, inherente al ser humano, es un mandato que todo semejante debe
cumplir. De nada sirve la soberbia que, con tono clerical, nihilista o
ideológico, busque la justificación del quebrantamiento de tal principio. No se
debe inferir que, al defender esta postura, somos partidarios de divinizar al
hombre, proclamando su perfección. Podemos cometer innumerables errores; de
hecho, nos equivocamos con regularidad, pero ello es necesario para progresar. En
cualquier caso, ni siquiera nuestro prójimo más falible puede ser privado de la
condición que impide su eliminación y desprecio.
Pero la dignificación del hombre no es una conquista que se pueda
considerar definitiva. Efectivamente, tenemos ejemplos que demuestran cuán despreciado
ha sido este concepto. El 11 de agosto del año 1937, por ejemplo, una decisión
adoptada en Moscú lo prueba con espeluznante claridad. Ocurrió entonces que
Nikolai Yezhov, a la sazón comisario del Pueblo para el Interior de la URSS,
dispuso que, en tres meses, se debía liquidar a miembros del POW, organización
polaca con la cual el régimen no tenía ninguna contemplación. Sus integrantes
eran, en consecuencia, criaturas que no valía la pena respetar; al contrario, toda
violencia utilizada para mortificarlos contaba con pleno sustento. Cumpliendo
ese propósito, miles de personas fueron perseguidas, apresadas y eliminadas. Su
presencia era un insignificante obstáculo para la vigencia del sistema.
El uso de la fuerza no es lo único que resulta útil para evidenciar
actitudes antihumanas. Ciertamente, la creencia de que las personas son seres
insustanciales, a quienes se podría desdeñar sin ningún problema, se nota en el
ejercicio unilateral del poder. Porque tenemos gobernantes que, aunque pregonen
su cualidad democrática y un profundo apego a la libertad de pensamiento, en
realidad, no consienten restricción alguna, por lo cual su interés en escuchar
al ciudadano es ficticio. Desde su perspectiva, ninguna de las ideas contrarias
a su catecismo político sería respetable. En este sentido, los hombres quedan
reducidos a la categoría de piezas, elementos de una máquina que tiene la única
dignidad posible.
Nota pictórica. La figurita es una obra que pertenece a William McGregor
Paxton (1869-1941).
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