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Destino conflictivo y enfrentamiento razonable





Cuando se abriga una convicción, no se la guarda religiosamente como una joya de familia ni se la envasa herméticamente como un perfume demasiado sutil: se la expone al aire y al sol, se la deja al libre alcance de todas las inteligencias.
Manuel Gonzáles Prada


Al escribir sobre la tradición del pensamiento, Hannah Arendt explica cuándo se habría abierto el abismo entre filosofía y política. Este suceso tendría como actor principal a Sócrates. Pasa que, antes de que fuera condenado a beber cicuta, él se había preocupado por los problemas públicos, procurando un mejoramiento del orden social al cual pertenecía. No es casual que haya reflexionado fuera del espacio privado, interpelando a los ciudadanos, lanzando preguntas capaces de provocar inquietudes e importantes deliberaciones. Se confiaba, pues, en que, mediante los razonamientos, las discusiones, así como la respectiva persuasión, se podían enfrentar satisfactoriamente los obstáculos a nuestra convivencia. Sin embargo, esa creencia en el poder de las ideas fue dinamitada cuando se le consideró culpable. Con tal resolución, quedaba claro que la ruta marcada por el diálogo racional no bastaba. De este modo, surgió la necesidad de buscar alternativas.
Fue Platón, celebérrimo discípulo de Sócrates, quien, frustrado frente al fallecimiento del maestro, procuró acabar con esos peligros. Su intención era evitar contingencias que afectaran un sistema en virtud del cual nuestras relaciones se hallaran debidamente ordenadas. Ya no era posible apostar por el convencimiento de las personas, haciéndolas entrar en razón sobre lo que les resultaría favorable. Nadie nos aseguraba que, aunque los argumentos empleados por nuestra parte fuesen maravillosos, obtendríamos el apoyo del prójimo en cuanto a su reivindicación. Lo que cabía, por ende, conforme a su lógica, era la imposición. No era indispensable que todos se ocuparan del diseño de su comunidad, las instituciones llamadas a regirla ni, menos aún, los criterios para gobernar. Todo esto ya habría sido concebido con anterioridad por una suerte de iluminado. Se creía que, respetando esa organización, los conflictos desaparecerían.
Esa finalidad perseguida por el autor de Critón es ilusoria porque no toma en cuenta nuestra naturaleza. Las diferencias entre las personas son inevitables. Es verdad que puede haber concordia en torno a determinados asuntos; más aún, ello resulta imprescindible, pues, sin acuerdos mínimos, ninguna sociedad funciona. El punto es que la unanimidad en todos los campos no sería humana, sino, por dar un ejemplo, robótica. En algún momento, debido a diferencia de opiniones, sea por valores, principios o ideales, irrumpirán desacuerdos que dejen advertir cuán absurda es una planificación minuciosa, detallada. Poco importa que se invoque la razón para sacralizar esa solución pensada en relación con esos problemas. Porque el hombre es asimismo un ser que responde a pasiones, sentimientos y otros elementos mediante los cuales la llegada del conflicto se materializa.
 Reconocer esa imposibilidad de vivir sin conflictos no equivale a creer necesaria la violencia. Los avances en política podrían ser notados gracias al empleo de recursos que no impliquen la fuerza, las agresividades, el terror. Suponer que nuestras desavenencias acabarán solamente merced al imperio de una voluntad consagrada por la brutalidad es un disparate. No se desconoce que todo el género humano tenga vicios de diversa laya. Es también cierto que, en las distintas épocas, hemos dado muestras claras de tozudez, repitiendo equivocaciones, resistiéndonos a los progresos más elementales. No obstante, cabe todavía la esperanza de que, valorando la razón crítica, encontremos salidas pacíficas a esos inexorables desencuentros.

Nota pictórica. El eterno conflicto es una obra que pertenece a Carmen Aldunate (1940).

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