La vergüenza constituye la más íntima atadura social que nos
liga, por encima de todas las reglas concretas de la conciencia, a los patrones
generales de comportamiento.
Peter Sloterdijk
En el cuarto libro de su magistral Ética a Nicómaco, Aristóteles reflexiona
sobre la vergüenza. Para el famoso discípulo de Platón, su presencia en
nuestras vidas resultaría provechosa desde la perspectiva moral. Pasa que,
cuando somos incapaces de usar correctamente la razón, ese pudor nos serviría
como alarma, alertándonos ante situaciones reñidas con lo bueno. Así, el miedo
al desprestigio nos paralizaría, frenando un impulso que podría conducirnos a la
burla o una contundente censura. Porque la revelación de una condición tan
propia cuanto impublicable puede ocasionar esas consecuencias. Es verdad que se
trata de un auxilio muy elemental, necesario sólo mientras seamos inmaduros y
no sustentemos nuestras conductas mediante argumentos; con todo, puede contribuir
a tomar decisiones atinadas. Si esto es válido en general, desde luego, tiene
también cabida cuando hablamos de la política.
Careciendo de políticos que
aprecien el valor del razonamiento y los escrúpulos, queda sólo apelar a la
vergüenza. Siguiendo esta línea, un ciudadano contará con la esperanza de que,
si bien su gobernante no tiene conciencia moral, podría ser moderado por ese
temor al bochorno. No es una experiencia irrelevante. Hay mucha gente que cuida
bastante de su imagen, evitando toda mancha, eludiendo cualquier contrariedad
para el buen nombre. La situación se vuelve más clara en el campo del poder.
Sin embargo, el problema se presenta cuando las autoridades no pueden
ofrecernos ni siquiera un ápice de pudor. En este caso, abandonada la posibilidad
del freno racional y, por otro lado, de las restricciones que se imponen a
nuestras apariencias, queda una realidad indeseable, el peor escenario para
ciudadanos con cierta decencia.
Éstos son tiempos que
llevan el sello de la desfachatez. Dejemos de lado la palabrería ideológica,
los discursos que son lanzados para las tribunas con inclinaciones al éxtasis
etílico, pues cabe decirlo sin ambages: durante los años del Movimiento Al
Socialismo en Palacio Quemado, la falta de vergüenza se ha vuelto el común
denominador. Pensemos en los múltiples, palpables y groseros actos de
corrupción. No soy cándido ni tampoco acusador tendencioso. Sé que la
inmoralidad pública no fue inventada por los oficialistas. Puedo mirar el
pasado y contar numerosos ejemplos de funcionarios que incrementaban su
hacienda gracias a negocios irregulares. La diferencia está en que, a lo largo
de las presidencias del MAS, los corruptos se han vuelto deliberadamente
vistosos. Las fotografías en medio de bebidas importadas, fiestas que parecen
planificadas para genuinas celebridades, etcétera, evidencian ese
encumbramiento de la sinvergonzonería.
Sin pudor alguno, además,
se alegaba que habría un cumplimiento riguroso a la voluntad de los ciudadanos.
No obstante, llegada la hora de reconocer una derrota, un resultado
categóricamente adverso, se opta por el cinismo. No tienen a la razón de su
lado y, como han perdido toda vergüenza, les resta el recurso del engaño. Claro
que, debido a sus ya tenebrosos antecedentes, el descrédito es imposible de ser
remontado. De este modo, con descaro, se dirigen a los demás individuos para
comunicarles que su decisión no vale un céntimo. Proceden así porque se creen
impunes, distantes de la guillotina, el patíbulo o cualquier cárcel. Empero,
conviene recordar que ninguna desvergüenza garantiza el mantenimiento del
poder. Patanes como Mussolini, Perón, Chávez y Castro prueban que tampoco viene
acompañada de inmortalidad.
Nota fotográfica. La imagen que ilustra el texto
es de AFP.
Comentarios